Versión más amplia del
texto publicado
en la Agenda Latinoamericana’2005, pp. 224-225
1. El imperio, ídolo
omniabarcador
Imperio e imperialismo parecían palabras muertas, pero la
realidad las ha resucitado. Hoy no basta hablar de opresión y de capitalismo
para describir la postración de las grandes mayorías de este mundo. El Norte y
las multinacionales lo someten, como no se había conocido antes. Y muy en
especial Estados Unidos. Es el imperio actual.
Impone su voluntad sobre todo el planeta, con un poder
inmenso, guiado por el pathos del triunfo, en todos los ámbitos de la realidad
y a través de todo: economía que no piensa en el oikos, industria armamentista
y su control, comercio inicuo e injusto, información manipulada o mentirosa,
guerra cruel, terrorismo con apariencias legales y barbarie sin miramientos,
irrespeto y desafío al derecho internacional, violación de los derechos humanos
cuando es necesario, destrucción de la naturaleza... A la larga lo más grave es
quizás la contaminación del aire que respira el espíritu humano que se impone
en el planeta: la exaltación del individualismo y del éxito, como formas
superiores de ser humano, y el irresponsable disfrute de la vida como algo que
no admite discusión, sin reparar en recursos (de modo que un deportista,
cantante o actor de cine puede ganar lo equivalente a un alto porcentaje del
presupuesto nacional de una país subsahariano).
Todo esto asusta, y sin embargo el imperio proclama que
es bueno que el mundo sea así. Es buena noticia, eu-aggelion; el advenimiento
del fin de la historia, el eschaton; la aldea global, la basileia tou Theou. El
ser humano de hoy es afortunado de vivir en este mundo, y el imperio tiene la
misión divina de defenderlo y extenderlo. No se habla de teocracia, pero el
imperio es concebido desde categorías religiosas. Como la divinidad, goza de
ultimidad y exclusividad. A la acumulación de poder no se le pueda tildar de
peligro que tiende a destruir al débil, sino que es expresión de la realidad
divina e instrumento que garantiza su presencia en el mundo. Como la divinidad,
también el imperio ofrece salvación, cuya forma suprema es el buen vivir. No
admite discusión, y nadie puede impedirlo. Exige una ortodoxia y un culto, y,
sobre todo, como Moloch, exige víctimas para subsistir. ¿Y los pobres de este
mundo? Sólo les quedan las migajas de Lázaro.
Asusta la maldad imperial y asusta su desvergüenza. Y
entonces viene la pregunta: ¿Y nosotros, qué hacer? La respuesta la da Pedro
Casaldáliga en la presentación de esta misma Agenda Latinoamericana’2005:
"Contra la política opresora de cualquier imperio, la política liberadora
del Reino”.
Otros concretarán los contenidos, teorías y praxis de esa
política liberadora. Nosotros nos concentrarnos, tal como nos ha pedido la
Agenda Latinoamericana’2005, en la espiritualidad anti-imperialista, es decir,
el viento, el impulso, el espíritu, que mueve a los seres humanos a luchar
contra el imperio y transformarlo en el reino de la fraternidad.
2. El momento teologal:
honradez con lo real y sumisión a sólo Dios
El imperio es el instrumento que adopta el Maligno, la
bestia a la que el dragón le concede su fuerza destructora según el Apocalipsis
(cap. 12 y 13)... Como el Maligno, es “asesino”, y de ahí que el primer acto
del espíritu es la compasión y misericordia y hacia las víctimas, solidarizarse
con ellas, defenderlas con creatividad y firmeza hasta el final. Ese espíritu
liberador y aun martirial ha abundando en América Latina -y existe también en
muchos solidarios que les toca vivir dentro de “la bestia”-. Esto es bien
sabido, y baste con dejarlo señalado. Por ello analizaremos otras dimensiones
del espíritu anti-imperial. Empecemos.
El maligno es “mentiroso”, y ante el embuste primordial
del imperio, el primer acto del espíritu es desenmascararlo, ejercitar la
honradez con lo real. Esa honradez no es fácil, pues el mal se encubre y hace
lo posible por aparecer como lo contrario. El imperio se hace pasar por
bienhechor, guardián del bien, fuente de esperanza y liberador incluso de los
“menos favorecidos” del planeta. Hoy además tiene viento a favor tras la caída
del socialismo y la globalización, y por ello queremos detenernos un poco en el
análisis.
a) El entusiasmo precipitado que se produjo tras la caída
del muro de Berlín generó un ambiente engañoso: el mal radical había
desaparecido. No se vislumbraban grandes luchas bélicas, aunque el bloque
triunfante no dejaba de prepararse para las guerras del petróleo, del agua, del
coltán... La misión de la potencia superviviente era garantizar el bien en el
resto de los países de abundancia, y prometer esos mismos bienes a los pobres. Y
a Estados Unidos le tocó gestionar la paz, que se convirtió en la pax
americana, sucesora de la pax romana, de la eirene de los helenos, no del
shalom, la reconciliación y la fraternidad, que no llegó ni se pretendió. De
todas maneras, muchos descargaron en Estados Unidos, sin discusión, la
responsabilidad de gestionar esa pax. Si la gestionaba bien, podía convertirse
en superpotencia benévola, y no tenía por qué convertirse en imperio opresor. No
ocurrió lo primero sino lo segundo. Pero el imperio se movía con viento a
favor.
b) Todo esto ha coincidido, además, con la globalización,
que sus defensores rodearon de una aureola espléndida de buena noticia. El
lenguaje ha dado por indiscutible y asentada su existencia: se hable de lo que
se hable se añade siempre la coletilla: “en un mundo globalizado”. Y los
poderes la presentan, aunque reconozcan problemas, como algo bueno y salvífico.
Pues bien, la idea de “globalización” está emparentada
con la de “imperio”: ambas connotan totalidad, una cierta armonía al interior
de la humanidad, o al menos un cierto orden superador del caos, e incluso un
centro generador de realidades positivas. Los defensores de la globalización le
hacen un favor al imperio, pues trasladan a éste las bondades, reales o
supuestas, de aquélla.
No todos lo ven así, ciertamente. ¿Mundialización o
conquista?, era el título de un libro de Cristianisme i Justícia sobre
globalización, Barcelona, 1999. Y más acremente, nos avisa J. Moltmann,
repasando -sapiencialmente- siglos del progreso de Occidente: “Los campos de
cadáveres de la historia, que hemos visto, nos prohíben... toda ideología del
progreso y todo gusto por la globalización... Si los logros de la ciencia y de
la técnica pueden emplearse para el aniquilamiento de la humanidad (y si
pueden, lo serán algún día), resulta difícil entusiasmarse con el internet o la
tecnología genética” (Progreso y precipicio. Recuerdos del futuro del mundo
moderno», RLT 54, 245). Gestionar la globalización no es ninguna justificación
para el imperio.
Conclusión para la espiritualidad: contra el imperio hay
que generar un espíritu de lucha por amor a los víctimas. Y, como se encubre,
el primer paso efectivo de una espiritualidad anti-imperialista es
desenmascararlo. Es la honradez con lo real, que es todo menos evidente,
incluso en el pensamiento progresista. Más en concreto, se trata de readmitir
en nuestro pensar lo que antes se quería decir -a veces de muy malas formas-
con la expresión “pecado original”: los seres humanos no superamos nuestras
tendencias pecaminosas, aunque ocurran cosas buenas. Ni la caída del muro de
Berlín, ni los avances de internet o de la biogenética garantizan en modo
alguno la supresión del sometimiento y la opresión imperialista.
Pero además como lo que se encubre es un ídolo -y no
cualquier otra cosa-, al imperio hay que oponer el verdadero Dios. Para el
cristiano, el Dios de Jesús. Y a veces hay que explicitarlo. Hoy no se estila
hablar así, ni siquiera en algunos contextos cristianos. Pero si al
enfrentarnos con el imperio no podemos eludir la divinidad, entonces es
necesario hacer presente al verdadero Dios. Así lo decía Monseñor Romero:
Ninguna persona se conoce mientras no se haya encontrado
con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos orgullosos, tantos seres
humanos pagados de sí mismos, adoradores de los falsos dioses. No se han
encontrado con el verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera
grandeza (10 de febrero, 1980).
“Sólo Dios es Dios”. No lo es ni el césar ni el imperio. Equivocarse
en eso, en forma creyente o secularizada, tiene gravísimas consecuencias. Recalcar
esta espiritualidad teologal podrá parecer risible a pragmáticos de todo tipo,
pero una espiritualidad anti-imperial no puede evitar el momento teologal. Y
tampoco puede contentarse con ser anti-idolátrica, sino que en algún momento
debe volverse positivamente a lo teologal.
3. El momento jesuánico: una
cultura evangélica contracultural
El imperialismo nos llega con la geopolítica, el
servilismo -más o menos inevitable- de los dirigentes y con el interés egoísta
del capital, y también con excesos de sumisión en los pueblos. De esa forma se
configura el destino vida y muerte, humanización o deshumanización de países
enteros. Contra este imperialismo global hay que luchar, evidentemente. Y una
de las expresiones actuales de esa lucha es el movimiento de “otro mundo es
posible”.
Pero en el día a día el imperialismo penetra en los seres
humanos de otras formas: con la seducción -para unos pocos- y el engaño -para
las mayorías- de la llamada “cultura estadounidense”, the american way of life.
Ésta impone dos visiones de la vida muy poderosas: el individualismo, como
forma suprema de ser, y el éxito como verificación última del sentido de la
vida. Nos lo ofrecen -y nos lo imponen- como lo mejor que ha producido la
historia. Y a la inversa, fraternidad, compasión y servicio son productos
culturales secundarios, tolerados, pero no promovidos. Insistir en ellos más
que en los otros no es “políticamente correcto”. La igualdad de la revolución
francesa, y nada digamos de la fraternidad del evangelio, se han quedado
obsoletas. De Afganistán e Irak no cuentan los afganos y los iraquíes, y de
África no cuenta nada. Y por encima de todo, nos seducen con la cultura del
“buen vivir”, a lo que hay que sacrificar todo, aunque sea lo de los demás, y
se relativiza el inmenso sufrimiento del planeta. El imperio genera también
polución espiritual. El aire que respira el espíritu sofoca, asfixia, envenena.
Este sometimiento al modo de ser y de comportarse es
radicalmente antievangélico, y por ello el cristiano debe combatirlo desde “el
modo de ser de Jesús”. El imperio pretende que nuestra ilusión sea comer,
beber, cantar, ver deporte y divertirse como allí se hace. Por eso, a ello hay
que oponer una comida y bebida como mesa compartida, una música que genera
comunión y gozo, no simple entertainment, un deporte con austeridad y sin
dispendios insultantes, con disciplina y rivalidad dentro de una misma familia.
Eso es espiritualidad anti-imperial en el día a día. Y también lo es, tal como
están las cosas, defender un “nacionalismo”, bien entendido como el derecho a
la diferencia: la defensa de la bondad de la creación de Dios, en diferentes
pueblos, tradiciones, culturas y religiones.
Mirando a la imposición cultural la espiritualidad tiene
que estar basada en los rasgos -contraculturales- que provienen de Jesús. Así
lo escribimos hace unos años: «De Jesús impactaba la misericordia y la
primariedad que le otorgaba: nada hay más acá ni más allá de ella, y desde ella
define la verdad de Dios y del ser humano. De Jesús impactaba su honradez con
lo real y su voluntad de verdad, su juicio sobre la situación de las mayorías
oprimidas y de las minorías opresoras, ser voz de los sin voz y voz contra los
que tienen demasiada voz, e impactaba su reacción hacia esa realidad: ser
defensor de los débiles y denuncia y desenmascaramiento de los opresores. De
Jesús impactaba su fidelidad para mantener honradez y justicia hasta el final
en contra de crisis internas y de persecuciones externas. De Jesús impactaba su
libertad para bendecir y maldecir, acudir a la sinagoga en sábado y violarlo,
libertad, en definitiva, para que nada fuese obstáculo para hacer el bien. De
Jesús impactaba que quería el fin de las desventuras de los pobres y la
felicidad de sus seguidores, y de ahí sus bienaventuranzas. De Jesús impactaba
que acogía a pecadores y marginados, que se sentaba a la mesa y celebraba con
ellos, y que se alegraba de que Dios se revelaba a ellos. De Jesús impactaban
sus signos -sólo modestos signos del reino- y su horizonte utópico que abarcaba
a toda la sociedad, al mundo y a la historia. Finalmente, de Jesús impactaba
que confiaba en un Dios bueno y cercano, a quien llamaba Padre, y que, a la
vez, estaba disponible ante un Padre que sigue siendo Dios, misterio
inmanipulable» (La fe en Jesucristo).
Estos bien pueden ser rasgos de una espiritualidad
anti-imperial. Apuntan a lo que nos hace ser humanos -ecce homo-, aunque la
ocasión aquí sea trágica, y genera familia humana. Destruye la prepotencia
imperialista del “civis romanus sum”, que conlleva el desprecio de los demás.
4. El momento soteriológico:
el escándalo de una salvación que viene de abajo
Contra el imperio hay que luchar de diversas maneras, y
los cristianos no deben rehuir ni el desarrollo de teorías antiimperialistas,
ni la creación de fuerzas sociales y políticas que se le opongan o que lo minen
poco a poco, ni siquiera la participación en revoluciones justas, como ha
ocurrido a lo largo de la historia. No vamos a desarrollarlo ahora. Sí queremos
mencionar algunos elementos beligerantes más específicamente cristianos, “absurdos”,
aparentemente “inoperantes”, pero que, como las pequeñas piedras que caían del
monte en la visión de Daniel, pueden destruir los pies de barro de los grandes
imperios. Esas “pequeñas piedras” son las grandes realidades cristianas, aunque
escandalosas y tenidas por inútiles. Promoverlas forma parte de una
espiritualidad antiimperial. En principio, porque quiebran la lógica más
profunda del imperio de que sólo el sometimiento y el poder salvan.
La tesis fundamental antiimperial es que la liberación
proviene de las víctimas del imperio, lo cual es todo menos evidente, también
con frecuencia en la Iglesia oficial. Es evidente que el poder, adecuadamente
usado, es necesario, por otros capítulos, para erradicar y socavar al imperio. Pero
el puro poder nunca ofrece liberación digna de seres humanos. La tradición
bíblico-cristiana, experta en el tema de la liberación y en qué dinamismos la
generan, no comienza con el poder. Salvación y liberación provienen de lo débil
y pequeño: una anciana estéril, el diminuto pueblo de Israel, un judío
marginal... Lo débil y pequeño es lo que está en el centro del dinamismo de la
liberación. Ellos son sus portadores, no sólo sus beneficiarios. La utopía
responde a su esperanza, no a la de los poderosos. Su pequeñez expresa la gratuidad
de la salvación, no la hybris que exige resultados.
Esta tradición de lo pequeño que salva atraviesa la
Escritura, pero hay más. En el Antiguo Testamento aparece la misteriosa figura
del siervo sufriente de Jahvé, que no es sólo “pobre” y “pequeño”, sino
“víctima”. Y ese siervo es el elegido por Dios para traer salvación. Al
escándalo de lo pequeño se añade ahora la locura de la víctima. “Sólo en un
difícil acto de fe el cantor del siervo es capaz de descubrir lo que aparece
como todo lo contrario a lo ojos de la historia”, decía Ellacuría con razón. Pero
esa locura muestra también su eficacia histórica en el mundo de los pobres.
En Asia, dice A. Pieris, los pobres, no por santos, sino
por ser los sin poder, los rechazados, son elegidos para una misión: “son
convocados a ser mediadores de la salvación de los ricos y los débiles son llamados
a liberar a los fuertes”. En África, en
una situación intraeclesial, pero que expresa con vigor la misma intuición,
dice E. Veng: “La Iglesia de África, en cuanto africana, tiene una misión para
la Iglesia universal... A través de su pobreza y su humildad debe recordar a
todas sus iglesias hermanas lo esencial de las bienaventuranzas y anunciar la
buena nueva de la liberación a las que han sucumbido a la tentación del poder,
las riquezas y la dominación”.
En El Salvador decía Ellacuría: “Toda esta sangre
martirial derramada en El Salvador y en toda América Latina, lejos de mover al
desánimo y a la desesperanza, infunde nuevo espíritu de lucha y nueva esperanza
en nuestro pueblo”. Y junto a esta tesis fundamental podemos enumerar más
brevemente otras no menos escandalosas, pero igualmente cristianas y de largo
alcance, que son como las pequeñas piedras que hacen desmoronarse al imperio.
a) El reino de Dios advendrá como civilización de
la pobreza, en contra de la civilización de la riqueza que ni ha dado vida ni
ha humanizado. De ahí la imperiosa necesidad de una crítica a la prosperidad,
que suele ser alabada sin ninguna dialéctica, pero que es en muy buena parte deshumanizante
por generar epulones y Lázaros. No es justificación para el imperio generar
simplemente prosperidad.
b) La máxima autoridad en el planeta es la
autoridad de los que sufren, sin que haya ningún tribunal de apelación. De ahí
la necesidad de una crítica, sospecha al menos, también hacia la democracia
-¡cuánto se echa de menos a los antiguos “maestros de la sospecha”!-. En el
mejor de los casos, se pone en favor del ciudadano y en él encuentra la fuente
del poder, pero no se pone, misericordiosamente, del lado del que sufre, ni
encuentra en él legitimidad y autoridad. No es justificación para el imperio
poder apelar simplemente a la democracia -y qué democracia, light, de baja
intensidad, fraudulenta, de soberanía limitada...-.
c) Superación del panegirismo acrítico de todo lo
que sea diálogo y tolerancia, sin introducir un mínimo de dialéctica de
confrontación y denuncia de la opresión y sometimiento. No es justificación
para el imperio que entable conversaciones con sus coadláteres y haga como si
escuchase a los pueblos sometidos.
d) Superación del chantaje de una ingobernabilidad,
que sería producto de la polarización política, lo que encubre el antagonismo
cruel entre los pocos y los muchos. No es justificación para el imperio que, al
menos, garantice la gobernabilidad mundial.
e) Por último pelear la batalla del lenguaje,
creado y controlado por los poderosos. No hay que dejarse imponer la definición
de lo que es terrorismo y paz, comunidad internacional y civilización. Más de
fondo, no hay que dejarse imponer la definición de lo que es “lo humano”. Aceptar
que existe un decir “políticamente correcto” es facilitar muchas cosas al
imperio.
5. El reino del bien
Jesús habló de un mundo configurado por la bondad
graciosa de Dios, no por el poder impositivo del emperador. Eso es bien sabido,
y de ahí que los cristianos debiéramos ser, visceralmente, si se quiere,
anti-imperio y pro-reino. Y en eso nos va nuestra esencia. Para terminar, sólo
dos cosas de actualidad para los cristianos.
La primera la ha notado muy bien José Comblin. El
imperialismo actual de Estados Unidos confronta al cristianismo con un
problema, que es de siempre, pero que hoy se ha acentuado. En Asia y África,
“cristianismo” ha sido sinónimo de “Occidente”, con beneméritas excepciones. Pues
bien, en el mundo actual, más de mil millones de seres humanos, los pueblos
musulmanes, ven en Bush, a la vez, la expresión de Occidente y la expresión del
cristianismo. Con ello, la misión cristiana, no como proselitismo, sino como
diálogo y fraternización, se hace muy difícil. ¿Quién les convence de que no
hay que identificar las dos cosas, si el imperio, Bush y su grupo, aparecen
orando al Dios de Jesús y desoyen a los cristianos que se les oponen, incluido
Juan Pablo II? Mientras dure el imperio, difícil será anunciar la buena nueva
de Jesús.
La segunda debiera ser más conocida, pero es ignorada, aun
en medio de un mar de canonizaciones. “Si sueltas a ése no eres amigo del
emperador”. Y a Jesús lo mataron porque no era amigo del imperio. Cada quien
juzgará qué de bueno trajo al mundo que Jesús no fuera amigo del imperio. En
América Latina han sido miles los amigos de los pobres y de Dios, no del
imperio ni del César. De ellos vivimos muchos. Y ellos han escrito mejor que
nadie qué es eso de espiritualidad anti-imperialista.